Texto completo del mensaje de
cuaresma 2015, del Papa Francisco
«Fortalezcan sus corazones» (St 5,8)
CIUDAD DEL
VATICANO, 27 de enero de 2015 (Zenit.org) - Mensaje del papa Francisco
con motivo de la cuaresma 2015, que inicia el domingo 25 de febrero.
«Fortalezcan sus
corazones» (St 5,8)
Queridos hermanos
y hermanas:
La Cuaresma es un tiempo de renovación para la Iglesia, para las
comunidades y para cada creyente. Pero sobre todo es un «tiempo de gracia» (2
Co 6,2). Dios no nos pide nada que no nos haya dado antes: «Nosotros amemos a
Dios porque él nos amó primero» (1 Jn 4,19). Él no es indiferente a nosotros.
Está interesado en cada uno de nosotros, nos conoce por nuestro nombre, nos
cuida y nos busca cuando lo dejamos. Cada uno de nosotros le interesa; su amor
le impide ser indiferente a lo que nos sucede. Pero ocurre que cuando estamos
bien y nos sentimos a gusto, nos olvidamos de los demás (algo que Dios Padre no
hace jamás), no nos interesan sus problemas, ni sus sufrimientos, ni las
injusticias que padecen... Entonces nuestro corazón cae en la indiferencia: yo
estoy relativamente bien y a gusto, y me olvido de quienes no están bien. Esta
actitud egoísta, de indiferencia, ha alcanzado hoy una dimensión mundial, hasta
tal punto que podemos hablar de una globalización de la indiferencia. Se trata
de un malestar que tenemos que afrontar como cristianos.
Cuando el pueblo de Dios se convierte a su amor, encuentra las
respuestas a las preguntas que la historia le plantea continuamente. Uno de los
desafíos más urgentes sobre los que quiero detenerme en este Mensaje es el de
la globalización de la indiferencia.
La indiferencia hacia el prójimo y hacia Dios es una tentación real
también para los cristianos. Por eso, necesitamos oír en cada Cuaresma el grito
de los profetas que levantan su voz y nos despiertan.
Dios no es indiferente al mundo, sino que lo ama hasta el punto de dar a
su Hijo por la salvación de cada hombre. En la encarnación, en la vida terrena,
en la muerte y resurrección del Hijo de Dios, se abre definitivamente la puerta
entre Dios y el hombre, entre el cielo y la tierra. Y la Iglesia es como la
mano que tiene abierta esta puerta mediante la proclamación de la Palabra, la
celebración de los sacramentos, el testimonio de la fe que actúa por la caridad
(cf. Ga 5,6). Sin embargo, el mundo tiende a cerrarse en sí mismo y a cerrar la
puerta a través de la cual Dios entra en el mundo y el mundo en Él. Así, la
mano, que es la Iglesia, nunca debe sorprenderse si es rechazada, aplastada o
herida.
El pueblo de Dios, por tanto, tiene necesidad de renovación, para no ser
indiferente y para no cerrarse en sí mismo. Querría proponerles tres pasajes
para meditar acerca de esta renovación.
1. «Si un miembro sufre, todos sufren con él» (1 Co 12,26)
La Iglesia
La caridad de Dios que rompe esa cerrazón mortal en sí mismos de la
indiferencia, nos la ofrece la Iglesia con sus enseñanzas y, sobre todo, con su
testimonio. Sin embargo, sólo se puede testimoniar lo que antes se ha
experimentado. El cristiano es aquel que permite que Dios lo revista de su
bondad y misericordia, que lo revista de Cristo, para llegar a ser como Él,
siervo de Dios y de los hombres. Nos lo recuerda la liturgia del Jueves Santo
con el rito del lavatorio de los pies. Pedro no quería que Jesús le lavase los
pies, pero después entendió que Jesús no quería ser sólo un ejemplo de cómo
debemos lavarnos los pies unos a otros. Este servicio sólo lo puede hacer quien
antes se ha dejado lavar los pies por Cristo. Sólo éstos tienen “parte”
con Él (Jn 13,8) y así pueden servir al hombre.
La Cuaresma es un tiempo propicio para dejarnos servir por Cristo y así
llegar a ser como Él. Esto sucede cuando escuchamos la Palabra de Dios y
cuando recibimos los sacramentos, en particular la Eucaristía. En ella nos
convertimos en lo que recibimos: el cuerpo de Cristo. En él no hay lugar para
la indiferencia, que tan a menudo parece tener tanto poder en nuestros corazones.
Quien es de Cristo pertenece a un solo cuerpo y en Él no se es indiferente
hacia los demás. «Si un miembro sufre, todos sufren con él; y si un miembro es
honrado, todos se alegran con él» (1 Co 12,26).
La Iglesia es communio sanctorum porque en ella participan los santos,
pero a su vez porque es comunión de cosas santas: el amor de Dios que se nos
reveló en Cristo y todos sus dones. Entre éstos está también la respuesta de
cuantos se dejan tocar por ese amor. En esta comunión de los santos y en esta
participación en las cosas santas, nadie posee sólo para sí mismo, sino que lo
que tiene es para todos. Y puesto que estamos unidos en Dios, podemos hacer
algo también por quienes están lejos, por aquellos a quienes nunca podríamos
llegar sólo con nuestras fuerzas, porque con ellos y por ellos rezamos a Dios
para que todos nos abramos a su obra de salvación.
2. «¿Dónde está tu hermano?» (Gn 4,9)
Las parroquias y las
comunidades
Lo que hemos dicho para la Iglesia universal es necesario traducirlo en
la vida de las parroquias y comunidades. En estas realidades eclesiales ¿se
tiene la experiencia de que formamos parte de un solo cuerpo? ¿Un cuerpo que
recibe y comparte lo que Dios quiere donar? ¿Un cuerpo que conoce a sus
miembros más débiles, pobres y pequeños, y se hace cargo de ellos? ¿O nos
refugiamos en un amor universal que se compromete con los que están lejos en
el mundo, pero olvida al Lázaro sentado delante de su propia puerta
cerrada? (cf. Lc 16,19-31). Para recibir y hacer fructificar plenamente lo que
Dios nos da es preciso superar los confines de la Iglesia visible en dos
direcciones.
En primer lugar, uniéndonos a la Iglesia del cielo en la oración. Cuando
la Iglesia terrenal ora, se instaura una comunión de servicio y de bien
mutuos que llega ante Dios. Junto con los santos, que encontraron su plenitud
en Dios, formamos parte de la comunión en la cual el amor vence la
indiferencia. La Iglesia del cielo no es triunfante porque ha dado la espalda a
los sufrimientos del mundo y goza en solitario. Los santos ya contemplan y
gozan, gracias a que, con la muerte y la resurrección de Jesús, vencieron
definitivamente la indiferencia, la dureza de corazón y el odio. Hasta que esta
victoria del amor no inunde todo el mundo, los santos caminan con nosotros,
todavía peregrinos. Santa Teresa de Lisieux, doctora de la Iglesia, escribía
convencida de que la alegría en el cielo por la victoria del amor crucificado
no es plena mientras haya un solo hombre en la tierra que sufra y gima: «Cuento
mucho con no permanecer inactiva en el cielo, mi deseo es seguir trabajando
para la Iglesia y para las almas» (Carta 254,14 julio 1897).
También nosotros participamos de los méritos y de la alegría de los
santos, así como ellos participan de nuestra lucha y nuestro deseo de paz y
reconciliación. Su alegría por la victoria de Cristo resucitado es para
nosotros motivo de fuerza para superar tantas formas de indiferencia y de
dureza de corazón.
Por otra parte, toda comunidad cristiana está llamada a cruzar el umbral
que la pone en relación con la sociedad que la rodea, con los pobres y los
alejados. La Iglesia por naturaleza es misionera, no debe quedarse replegada en
sí misma, sino que es enviada a todos los hombres.
Esta misión es el testimonio paciente de Aquel que quiere llevar toda la
realidad y cada hombre al Padre. La misión es lo que el amor no puede callar.
La Iglesia sigue a Jesucristo por el camino que la lleva a cada hombre, hasta
los confines de la tierra (cf. Hch 1,8). Así podemos ver en nuestro prójimo al
hermano y a la hermana por quienes Cristo murió y resucitó. Lo que hemos
recibido, lo hemos recibido también para ellos. E, igualmente, lo que estos
hermanos poseen es un don para la Iglesia y para toda la humanidad.
Queridos hermanos y hermanas, cuánto deseo que los lugares en los que se
manifiesta la Iglesia, en particular nuestras parroquias y nuestras
comunidades, lleguen a ser islas de misericordia en medio del mar de la
indiferencia.
3. «Fortalezcan sus corazones» (St 5,8)
La persona creyente
También como individuos tenemos la tentación de la indiferencia. Estamos
saturados denoticias e imágenes tremendas que nos narran el sufrimiento humano
y, al mismo tiempo, sentimos toda nuestra incapacidad para intervenir. ¿Qué
podemos hacer para no dejarnos absorber por esta espiral de horror y de
impotencia?
En primer lugar, podemos orar en la comunión de la Iglesia terrenal y
celestial. No olvidemos la fuerza de la oración de tantas personas. La iniciativa
24 horas para el Señor, que deseo que se celebre en toda la Iglesia —también a
nivel diocesano—, en los días 13 y 14 de marzo, es expresión de esta necesidad
de la oración.
En segundo lugar, podemos ayudar con gestos de caridad, llegando tanto a
las personas cercanas como a las lejanas, gracias a los numerosos organismos de
caridad de la Iglesia. La Cuaresma es un tiempo propicio para mostrar interés
por el otro, con un signo concreto, aunque sea pequeño, de nuestra
participación en la misma humanidad.
Y, en tercer lugar, el sufrimiento del otro constituye un llamado a la
conversión, porque la necesidad del hermano me recuerda la fragilidad de mi
vida, mi dependencia de Dios y de los hermanos. Si pedimos humildemente la
gracia de Dios y aceptamos los límites de nuestras posibilidades, confiaremos
en las infinitas posibilidades que nos reserva el amor de Dios. Y podremos
resistir a la tentación diabólica que nos hace creer que nosotros solos podemos
salvar al mundo y a nosotros mismos.
Para superar la indiferencia y nuestras pretensiones de omnipotencia,
quiero pedir a todos que este tiempo de Cuaresma se viva como un camino de
formación del corazón, como dijo Benedicto XVI (Ct. enc. Deus caritas est, 31).
Tener un corazón misericordioso no significa tener un corazón débil. Quien
desea ser misericordioso necesita un corazón fuerte, firme, cerrado al
tentador, pero abierto a Dios. Un corazón que se deje impregnar por el Espíritu
y guiar por los caminos del amor que nos llevan a los hermanos y hermanas. En
definitiva, un corazón pobre, que conoce sus propias pobrezas y lo da todo por
el otro.
Por esto, queridos hermanos y hermanas, deseo orar con ustedes a Cristo
en esta Cuaresma: “FaccornostrumsecundumCortuum”: “Haz nuestro corazón
semejante al tuyo” (Súplica de las Letanías al Sagrado Corazón de Jesús). De
ese modo tendremos un corazón fuerte y misericordioso, vigilante y
generoso, que no se deje encerrar en sí mismo y no caiga en el vértigo de la
globalización de la indiferencia.
Con este deseo, aseguro mi oración para que todo creyente y toda
comunidad eclesial recorra provechosamente el itinerario cuaresmal, y les pido
que recen por mí. Que el Señor los bendiga y la Virgen los guarde.
Francisco